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diciembre 16, 2013

Detrás del antifáz

El señor Carlos Bustamante y señora!
Nina vio como la pareja ante ella entraba al gran salón tomada del brazo. Dentro sonaron aplausos cordiales.  Se suponía que ahora era su turno de dar un paso al frente, entregar su tarjeta al heraldo, quien la anunciaría ante los demás invitados. Nerviosa se ajustó el antifaz y discretamente se hizo a un lado. No podía hacerlo, era así de simple. Durante años había soñado con estar en la gran fiesta de la familia Hamilton–Vignoli, ser anunciada ante todas aquellas personas tan distinguidas, entrar del brazo de un apuesto caballero y sorprenderlos a todos con su magnífico vestido y natural elegancia. Y allí estaba, con un bello vestido al estilo romántico, de amplia falda y escote cuadrado, del mismo color oscuro que el antifaz y la pluma que lo adornaban. Había pasado mucho tiempo cuidando los detalles para esa velada, la elección del vestido, el encargar los zapatos para que fueran similares a los que se usaban alrededor de 1850, seleccionar el peinado, el discreto bolsito que se camuflaba entre los pliegues de la falda, incluso la ropa interior, muy del siglo XXI, para su fortuna, le había quitado el sueño. Estaba lista para sorprender… pero estaba sola. Un pequeño detalle.
Una pareja entrada en años pasó a su lado y ella dio vuelta la mirada. De repente, el encontrarse en la casa que había amado durante su adolescencia, asistiendo a una de las glamurosas fiestas y rodeada de decenas de personas con las que alguna vez, con toda seguridad, había hablado en ocasiones menos formales, le parecía un error descomunal. ¿El sueño de qué mujer al borde de los treinta podía ser ese?
Sintiendo que le faltaba el aire, Nina se escabulló entre las grandes plantas que adornaban el pasillo y suspiró cuando su mano descubrió el picaporte de una puerta. Se coló por ella sin pensarlo dos veces, agradeciendo recordar tan bien la disposición de las habitaciones. Al encender la luz sintió que volvía a tener catorce años, y, como entonces, se colaba en la biblioteca para curiosear entre los libros con toda la noche por delante. Extasiada dio un paso al frente deseando poder acariciar los lomos de los libros que se alineaban en tres de las cuatro paredes, casi desde el piso al techo e incluso subir los dos escalones que llevaban a una segunda planta, área agregada por Mr. Hamilton para poder disponer de sus propios libros. Más de doscientos años de libros daban vida a aquella habitación, donde los muebles pesados y antiguos convivían armoniosamente con los artefactos tecnológicos de última generación.
Una gran emoción se extendió en su pecho. Recordaba los años viviendo en la mansión, cuando aún se hacía llamar por el nombre de su madre, Leticia: la sonrisa benévola de Mrs. Hamilton–Vignoli y el porte distinguido de Mr. Hamilton, la conducta intachable de Camila Hamilton y su exuberancia cuando estaban lejos de la vista de los adultos. La mirada oscura de Marcus Hamilton… Nina cerró los ojos pero eso no impidió que se borraran de su recuerdo las pupilas oscuras y misteriosas de Marcus, el modo en que lo descubría observándola desde el otro lado de la mesa o la suave curva que dibujaba su boca cuando le sonreía de lado. Era un poco extraño descubrir que el adolescente de su memoria aún podía robarle el aliento a la mujer en que se había convertido.
Mordiéndose el labio, queriendo escapar de sus recuerdos como lo había hecho entonces, Nina caminó hacia los grandes ventanales, pensando que podría salir por ellos, rodear la casa y entrar a la fiesta por la terraza de la sala. Quizás podría pasar inadvertida, desde el anonimato de su máscara, y cumplir su sueño de todos modos.
Estaba corriendo las pesadas cortinas cuando la puerta de la biblioteca se abrió.
–¡Alto!
Nina se sobresaltó al escuchar la voz profunda a sus espaldas y se dio la vuelta sin saber qué decir.
El hombre casi llenaba el vano de la puerta. Alto y de hombros anchos, su impresionante figura se veía realzada por el smoking que parecía hecho a medida. Un sencillo antifaz negro cubría parte de su rostro. Al entrar en la habitación, la luz hizo brillar un mechón de su pelo oscuro, desviando la atención de Nina hacia él. El hombre se detuvo a pocos pasos de ella, y Nina notó que era muy alto, y que para mirarlo a los ojos debía doblar mucho el cuello hacia atrás.
–Esta habitación está cerrada para los invitados de la fiesta –dijo él.
Nina estaba paralizada contra la ventana, incapaz de dejar de mirarlo. Había algo en él que la hacía sentir como una polilla dándose la cabeza contra el foco de luz.
–Lo… lo siento –logró balbucear al fin. Se mojó los labios con la lengua, pues ilógicamente los sentía resecos, y continuó–: No pretendía inmiscuirme, es que me he perdido…
–La he visto colarse entre las plantas –la interrumpió él.
Nina sintió que un fuerte sonrojo le escalaba hasta las raíces mismas del cabello y miró hacia los lados con intención inconsciente de escapar.
–Yo… pensé que la puerta daba al tocador y…
–El acceso al tocador no estaría disimulado con hileras de palmeras enanas –volvió a interrumpirla él, cruzando los brazos sobre el pecho.
–Yuca –dijo.
–¿Disculpa?
Nina lo vio inclinarse más hacia ella y murmuró:
–Son yucas, no palmeras enanas.
El silencio cayó entre ellos mientras se miraban. Nina agradecía la escasa iluminación de la biblioteca, pues le impedía a él notar su fuerte sonrojo… y a su vez se lamentaba por lo mismo, pues le impedía verlo al detalle para poder descartar la duda que la acosaba. Un fuerte presentimiento, quizás el recuerdo de cómo la hacía sentir la mirada de Marcus avivado por lo que este hombre despertaba en ella con el sólo hecho de observarla, le hacía temer estar frente a una de las personas que ni siquiera se permitió imaginar que se encontraría allí esa noche.
Perdida en sus divagaciones, volvió a sobresaltarla la voz de él.
–¿Te conozco?
El inesperado tono suave en el que formuló la pregunta fue suficiente para hacerle sentir que un nudo tirante crecía en su estómago. Dudó en responder, pero él no le dio tiempo a decir nada, pues de inmediato continuó:
–Tienes algo… –vaciló, como si hablara más para sí que para ella–. No lo sé, me recuerdas a alguien que conocí hace tiempo.
La Nina que quizás él estaba recordando le hubiera preguntado «¿Una novia?», demasiado curiosa para saber cuándo guardar silencio. La Nina en la que se había convertido, la que creció lejos de todas las personas a las que conocía, en un país diferente, junto a un padre al que no había visto en su vida, se limitó a mirarlo en silencio, demasiado conmocionada como para saber qué decir. Ese hombre era Marcus, el chico al que perseguía como un ruidoso Yorkshire Terrier, incapaz de poner en palabras todo lo que le hacía sentir. Marcus era quien le hablaba de libros y películas y le escribía largas cartas desde la universidad, contándole de las personas a las que conocía y las fiestas a las que iba. Era quien, una tarde de verano al volver a casa para pasar las vacaciones, se había convertido en un joven adulto y la miraba diferente, se mantenía a distancia y la hacía sentir completamente confundida e inmadura. Su primer amor, al que nunca había podido decir adiós.
Abrumada, Nina se enderezó y miró sobre su hombro.
–Debería irme. Lamento haberme entrometido aquí.
–Un momento –dijo Marcus, y temiendo que la tocara para retenerla, ella obedeció–. Primero me explicas adónde pensabas ir por las ventanas –la miró de arriba abajo, haciéndola tomar consciencia de la voluminosa falda del vestido, pero, sobre todo, del profundo escote–. Y en esas fachas…
Nina, nerviosa, se pasó la mano por su peinado alto, rozando sin querer la pluma del antifaz. Marcus siguió el movimiento con un brillo peculiar en la mirada.
–Iba a la fiesta –explicó, sofocada.
–La fiesta está en la dirección de la que escapabas. Te vi salir de la fila que esperaba a ser presentada por el heraldo –. Nina frunció los labios, frustrada, y él continuó–: Dime la verdad, ¿te estás colando en la fiesta de mi hermana?
–¡Por supuesto que no! –exclamó ella, indignada.
–Entonces es otra cosa –dijo Marcus, dando un breve paso hacia ella. Nina sintió que la acorralaba y volvió a mirar alrededor, buscando una ruta de escape–. ¿Qué será, será? –siguió él, evidentemente divertido por la expresión de nerviosismo de ella–. Rehuyendo al heraldo… creo que tratas de evitar ser presentada, ¿quizás porque no quieres ser reconocida?
Nina volvió a morderse el labio inferior, gesto que no pasó desapercibido para él.
–¿De quién te escondes, Lady Misterio?
Sorprendida por su forma de llamarla, Nina lo miró a los ojos y entonces vio que su expresión cambiaba. Lo escuchó exhalar con fuerza y lo vio apartarse, incapaz de dejar de mirarla.
–Leti –susurró él, y Nina sintió cómo reptaban por su columna dedos de hielo. Sin embargo, negó suavemente con la cabeza.
–Nina –admitió en un susurro.
Marcus volvió a acercarse estudiando su rostro al detalle.
–Han pasado tantos años… –dijo al fin. Nina asintió–. Te fuiste y… ¿pensabas irte una vez más? ¿Sin que lo supiéramos?
Nina cerró los ojos un segundo. Catorce años atrás se había marchado sin despedirse de él. No había querido llamarlo a su apartamento ni escribirle; no estaba segura de qué decirle. Su inmadurez le parecía tan ridícula ahora, la hacía sentir avergonzada de sí misma… Decidida a decir la verdad, sacó la invitación de su bolso y se la extendió:
–Esto llegó hace unos meses a mi casa. No es la invitación a esta fiesta en particular, sino a la del año pasado, pero parece que el correo la traspapeló.
Marcus sacó la invitación del sobre y vio la firma de su madre, fallecida en las navidades pasadas. «Te esperamos», había escrito ella, sin saber cuánto removía en su interior esas simples palabras. Una invitación tan simple, que a pesar de todo llegó demasiado tarde, pues no le había dado ocasión de despedirse de ella.
–Pero –continuó diciendo–, no estaba segura de qué hacer.
Marcus guardó con lentitud la invitación y volvió a mirarla a los ojos. Después de pocos segundos dijo:
–Es sencillo: iremos a la fiesta, bailaremos, brindaremos, y a medianoche, cuando sea la hora de quitarnos los antifaces, vamos a escabullirnos y entonces tendremos una larga, larga conversación.
Nina lo miró sorprendida, temerosa de dejarse arrastrar por la esperanza que comenzaba a crecer en su interior. Sonrió apenas y Marcus también sonrió. Y cuando puso su mano sobre el brazo que él le ofrecía pensó que al fin, de un modo u otro, su sueño se hacía realidad.



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